«Yo no paro nunca»

Esta es la historia de Santiago, que a sus 94 años dice:“Tengo mucho que hacer todo el día: pinto, investigo bastante (todo ha cambiado tanto…hay otros materiales y tecnologías, todo es más chiquito…) Salgo, hago un poco de ejercicio para mantenerme en forma y paso horas en mi taller.

Por Susana Reca*

Toco por segunda vez el timbre. Me parece que el primero no se oyó, pero él ya está aquí. Apenas abre la puerta un pichicho con pretensiones de ovejero alemán me advierte severamente que los extraños no son bienvenidos en la casa. Por encima de la fiera se asoma Santiago con su sonrisa habitual. Lo alza cariñosamente tratando de que se calle y me franquea la entrada.

«Pasá, piba. Viste que guardián tengo» -me dice- al tiempo que con un gesto amable me señala el camino a la sala. “Justo estaba afilando el cuchillo del carnicero. Sí, hago de todo en mi taller”, responde a mi expresión de sorpresa. “Hay que saber hacer de todo.  Además a mí me gusta ayudar a la gente. Muchas veces vienen los vecinos a pedirme que los ayude con algo y yo lo hago con mucho placer”, dice.

“Siempre me gustó aprender de lo que hacen otros, estudiar cómo están hechas las cosas para copiarlas y mejorarlas”.

Santiago nació en 1926 en “El Palacio de Cristal”, un conventillo que había en el barrio Las Cañitas, a la vuelta de la casa en la que vive ahora. Viajó mucho, pero nunca se fue del barrio. Estudió Dibujo y pintura en Bellas Artes gracias a una vecina que era profesora, también en El Hogar Obrero y  Academias Pitman. Pero lo suyo iba por otro camino, a los 15 había construido un prototipo de avión que su padre destruyó un día antes de que lo pudiera probar, un salvavidas con el que se internó con éxito en el Río de La Plata y una canoa que no resistió demasiado. “Siempre me gustó aprender de lo que hacen otros, estudiar cómo están hechas las cosas para copiarlas y mejorarlas”, cuenta.

A los 16 años tuvo su primer trabajo como dibujante de planos en la fábrica de ascensores Universal, y rápidamente lo pasaron a “motores eléctricos”, que con el tiempo resultó ser su especialidad y su pasión. En particular el cálculo y diseño de motores especiales para la fábrica SICEM, como los tres subacuáticos para la Usina del Riachuelo,  las bombas de agua y ascensores del edificio Barolo, el ascensor exclusivo para el Jefe de Policía en el edifico  de la calle Moreno, el del patio de las palmeras en la Casa Rosada y tantos otros de su autoría…  hasta que tuvo su propia fábrica de motores y bombas por 20 años, SAMA.

El aroma de una torta recién horneada me distrae por un momento del relato. Él aprovecha para levantarse y sacar de la vitrina una botella con un barco adentro.  “Es el Napoleón, el primer barco de guerra francés con motores a vapor; una réplica exacta que hice hace tiempo ¡con 96 cañones!”, cuenta. Es increíble el detalle. Veo que hay otros en la vitrina.  “Me gustaba mucho el modelismo naval, hice 12, guardo los planos de todos. Es fácil. Lo más complicado fue conseguir las botellas, tienen que ser perfectas, sin deformidades para que se vea bien de todos lados. Llegué a pagar hasta 300 dólares por una de ellas”.

Sus cuadros tapizan varios ambientes de la casa. Me muestra el que acaba de terminar para hacer un regalo y dos de pequeño formato que esconden un mensaje entre el follaje, una original  declaración de amor a quien después fue su esposa.

Hay bibliotecas en casi todos los ambientes, la mayoría con publicaciones sobre mecánica y electricidad. Me propone ir a ver el cuarto del último piso donde tiene instalado un equipo importante. “Llevo 60 años de radioaficionado con la matrícula LU3 ACN”. En el escritorio contiguo hay una radio a  galena que hizo él, otra moderna muy pequeña que armó sobre una placa de 10 x 15cm aproximadamente, auriculares y algunas herramientas. “Aquí paso buen rato todas las noches”.

Volvimos a la sala. Me detengo en un libro de lomo amarillo apoyado en una saliente de la biblioteca. Trata de energía solar. Al lado otros más sobre el mismo tema.

– ¿También energía solar?, pregunto. “Sí, hice colocar una pantalla en el techo hace poco para cargar pilas y baterías, incluso la del auto. Yo leo de todo, desde mecánica a recetas de cocina.”  El comentario coincide con la irrupción de la empleada que se acerca con el café y dos porciones de aquella torta algo tibia todavía. Es de algarroba y miel, me aclara. “Tomalo tranquila, cuando termines te muestro el taller”.

“Tengo mucho que hacer todo el día: pinto, investigo bastante (todo ha cambiado tanto…hay otros materiales y tecnologías, todo es más chiquito…) Salgo, hago un poco de ejercicio para mantenerme en forma y paso horas en mi taller. Al atardecer leo un buen rato y antes de acostarme dedico un tiempo a contactarme con los radioaficionados, aunque ya quedamos muy pocos (…) Todo lo que ves acá lo hice yo. (…) Siempre hay algo que aprender y siempre hay alguien que te enseña. Yo no paro nunca”.

Casi tropiezo con un palo atrapado en las fauces de la morsa — le estoy haciendo la rosca,  me advierte.  El taller desborda de herramientas y enseres que en algún momento serán de utilidad. “Este es Beto”, lo presenta, “está aprendiendo. Siempre tengo alguno que quiere aprender… y a mí me gusta enseñar, aunque me parece que éste mucho no entiende –me susurra– o no le da. Bueno, como te dije, no hay que quedarse quieto por nada”.

Dos veces al día Santiago pasa por mi vereda. Nadie diría que tiene 93. Camina erguido y a buen paso. Sus trayectos no son largos pero tienen innumerables paradas. Cada vecino que  cruza es una estación para detenerse y conversar, ni que decir de la panadería de Beatriz, la verdulería de Salvador  o  la  carnicería  donde entre  quien compra y los que esperan se desarrollan largas y entretenidas charlas grupales. —Es lo más lindo del barrio, dice alzando los hombros,  la gente. Y siento que tiene razón.

 

 

Susana Reca

Nací en Moreno, igual que mis padres y mis abuelos paternos, en una época hermosa en que los chicos podíamos jugar en la vereda, dar la vuelta a la manzana en bicicleta o cazar mariposas en medio de la calle sin ningún temor.  En la que la escarcha blanqueaba el césped de las casas cuando caminábamos hasta la escuela y había sabañones en las manos de mi compañera de banco.

De las muñecas pasé a los bailes en las casas, después clubes, las discotecas y  cuando quise darme cuenta  me había casado mientras estudiaba en la Escuela Nacional de Bibliotecarios. De inmediato nos mudamos  a la Ciudad de Buenos Aires, que adopté sin dudar, y entré de lleno en la danza de la vida.

Entre marchas y contramarchas, giros, zapateos y floreos se sucedieron las hijas, los viajes, nuevos títulos, las becas y los proyectos… hasta que esa “tanda” terminó. ///llegó el momento de calmar.

Ahora bailo lentos, siempre con el mismo compañero. Mientras veo caer de a poco las primeras hojas de mi otoño  abro los libros de mi mundo interior. Reencuentro en sus páginas mi amor por la naturaleza, los cielos, las flores silvestres; el entusiasmo por  la escritura, la acuarela y la fotografía; la familia y los amigos, los que están, los que partieron y los que acaban de llegar, como mi nieta, que colma de alegría mis días.