«Yo cambié, todo cambió»

Esta es la historia de Lea Golani, una mujer de casi ochenta años con descendencia rusa que vivió en plena libertad.
Desde Henderson, Buenos Aires, se mudó con sus cuatro hijos y su esposo a Israel para cumplir sus sueños, hasta que la amenaza del estallido de la Guerra de los Seis días los obligó a mudarse a Barcelona, donde continuaron su vida.

Por Matilde Vindel*

Crucé el parque Rivadavia de Caballito, era una típica tarde otoñal. Miré los puestos de libros, niños en los juegos, personas mayores agrupadas frente a instructores, moviéndose. Sentí que era una buena introducción para el encuentro con Lea en su departamento, a pocas cuadras de allí.

Me recibió con una sonrisa y me hizo pasar a su departamento moderno, decorado por sus cuadros, solo uno muy antiguo de autor, que su padre le regaló a su madre hace muchos años. Me resultaba imposible seguir su conversación sin dejar de observar sus manos que parecían adelantarse a sus palabras, como si, sabiéndose jóvenes y bellas, se movieran con gracia, diciéndome “miranos a nosotras, no a esta señora de cabellera blanca”.

Lea nació en Henderson, provincia de Buenos Aires; sus padres eran inmigrantes, llegados de Rusia. Su mamá llegó a la Argentina siendo muy pequeña, en cambio su papá viajó solo, cuando era un joven estudiante de ingeniería. Vivió en Henderson hasta los 6 años, consentida por padres, abuelos, tías, en su condición de hija menor con hermanos varones.

Eran los años 40. La familia se mudó al Sur de la ciudad de Buenos Aires, donde instalan lo que sería una empresa familiar, una curtiembre. Lea estudió en la Escuela de Arte Decorativo “Fernando Fader” y egresó con el título de Maestra de Dibujo. Lea cuenta que “viajaba sola a estudiar, para la época era un logro. En alguna ocasión acompañé a la facultad de Arquitectura a un amigo, a quien ayudaba con sus dibujos”.

“Me casé con quién quise”, afirma. Quizás hoy suene extraño pero para esa época y ese entorno familiar, era de vanguardia. “Tuve cuatro hijos que formé en distintos países”, agrega. Al poco tiempo de nacer el último se mudaron a Israel, un país joven que ofrecía oportunidades a las familias de igual condición.

Ese espíritu innovador, y movidos por un sueño, los llevó hasta allí, pero la realidad a veces es más dura y hay escollos difíciles de superar. Por ejemplo, el idioma hebreo. Ellos estaban acostumbrados al idish y para su esposo fue una barrera imposible de cruzar dentro de su actividad laboral en una fábrica.

Ella se desempeñaba como docente de arte. En un principio se relacionaba con sus alumnos a través de la música, para ella fue más fácil acceder al idioma.

Llegaron a tener un restaurante en la playa, una empresa que resultó infructuosa. “Esta etapa de mi vida fue muy dura, me ayudó a crecer como mujer”, dice Lea. Pasaron cuatro años y un mes antes de la Guerra de los Seis días se mudaron a Barcelona.

Eran los años de Francisco Franco. “Fue una época estable económicamente, aunque suene raro; si no te metías en política, no había problemas”. Su esposo trabajaba en la actividad privada como contable, ella daba clases en tres escuelas totalmente diferentes, por su ubicación e idiosincrasia (en una lo hacía a cambio de becas para sus niños en edad escolar). Hoy recuerda lo difícil que fue trabajar un jardín de infantes marroquí: “Eran personas muy conservadoras, temerosas de Dios. Cuando cayó Franco, invitaron a todos los inmigrante a irse de España, para que los españoles exiliados pudieran regresar a sus puestos laborales”, relata.

Chile fue el siguiente destino familiar. Su esposo realizaba actividades comerciales, mientras Lea deba clases en escuelas hebreas, pero en menos de un año regresaron definitivamente a Buenos Aires. Se establecieron e iniciaron un comercio familiar. Lea continuó con su actividad docente de plástica en la red de escuelas judías, dependiente de la ORT, hasta su jubilación.

Cuando su esposo enfermó, decidieron mudarse a Mar del Plata, solos y en la tranquilidad de la bella ciudad costera. La inquieta Lea comenzó a formar parte del club de Abuelos Narradores, que hacía actividades en jardines de infantes, escuelas y hasta en la universidad, donde sus cuentos funcionaban como disparadores de algunas materias.

Pasaron los años y, ya viuda, Lea volvió a Buenos Aires, pero no ha dejado de estar activa, como Abuela Narradora en centros culturales, en distintas escuelas de la provincia y en Capital Federal. Hizo talleres, cursos para adultos mayores en la facultad de Psicología (en la UFLO) y un taller de pintura en el colegio Marianista.

Hacia el final, Lea dice: “Siento que a pesar de mis casi 80 años queda mucho por aprender. Es difícil ser viejo, no todos te respetan como debería ser. Nadie te pregunta que tenés para aportar. Creo que Anthony de Mello, un sacerdote jesuita y psicoterapeuta indio, lo resume bien: “Nada había cambiado, yo cambié, todo cambió”.

Matilde Vindel

Nací en la ciudad de Avellaneda, provincia de Buenos Aires. De ahí mi amor por Racing.

Mi nombre, Matilde, lo heredé de mi madre, que a su vez le fue impuesto por sus padres. Esos “rusos blancos”, hoy ucranianos, vinieron a principios del pasado huyendo de la guerra de los zares. Eran muy trabajadores, tuvieron muchos hijos y profundos surcos en sus rostros.

Mi profesión, docente –pasé por  todos los cargos- representó responsabilidad, pero también reconocimientos y satisfacciones. Para mi no solo fue una salida laboral, también una forma de observar la vida.

Ahora estoy jubilada y soy voluntaria en la Fundación Navarro Viola dando continuidad a lo único que he hecho, para lo cual me formé y que me da un enorme placer: brindar un servicio.