Susana Reca vive en Ciudad Autónoma de Buenos Aires y tiene 71 años. El año pasado tuvo la generosidad de contarnos sobre un encuentro pandémico con su nieta, después de meses sin verla en persona. En esta edición de Voces mayores, su vivencia nos permite conocer más acerca de los entretelones de las salas de reuniones virtuales y de cómo hemos adquirido -o no- nuevos hábitos y vocabulario a nuestra cotidianeidad. Te invitamos a leerla, reirte y encontrarte entre sus líneas. 

¡La pantalla salvadora!

Dediqué la primera semana a visitar algunos tutoriales para aprender lo básico. Qué maravilla conectarse con la familia, los amigos, y sobre todo, la posibilidad de asistir a infinidad de actividades gratuitas sin movernos de casa.
Para la segunda semana ya estaba anotada en un taller de cine, otro de viaje por Italia, en la clase de yoga, el de estimulación cognitiva y uno de alimentación saludable, además de aprovechar la copiosa oferta de cine y teatro on-line.
¡Agradezcamos a la pantalla salvadora! Porque a pesar de imágenes congeladas o escuchas ralentizadas, estamos conectados.
Tuvimos que aprender otras maneras de relacionarnos. También incorporar nuevo vocabulario y lógicas de funcionamiento. Estamos en “la nube”, “muteados”, tenemos hospedador y administrador para Zoom meeting y Zoom rooms, chateamos, activamos y desactivamos cámaras y micrófonos, pero a menudo olvidamos esta última precaución, y ahí vienen las sorpresas.

El primer día, Rosita de Flores cenó su bife con ensalada durante la reunión. Otros emulan a Nidia H. que, cada vez que entra cree que está frente al espejo, se arregla el pelo, se mira de perfil y cada tanto se acerca a la cámara para verse algún detalle estirando la piel.
“¡Basta! -quisiera decirle- estás arrugada como una pasa y sí, justo ahí tenés una mancha”.
Pero…
Ahí seguimos todos enganchados.

Mientras, Marita T. opina sobre la peli, por detrás de ella pasa un señor en calzoncillos. Ella no se mutea y habla a los gritos con el marido medio sordo. Lo mismo hace Lucio cuando atiende el teléfono, y sin querer, comparte sus entretelones familiares o Fany que pide que alguien le reciba el delivery a viva voz.

Zoom a full. A la quinta semana apenas si me queda tiempo para cocinar, la casa me grita que la tengo abandonada, la ropa se apila en el canasto, y yo he tomado té como nunca en mi vida.
¡Por fin reconozco un nombre! María Luisa Gómez Arribes, pero la imagen no condice; aunque los rasgos… No puedo creer cómo cambió!! Ella tampoco me reconoce. O hace como si. Pero…
Ahí seguimos todos enganchados.

Llegando a la sexta semana los ojos se irritan, las piernas duelen de tanta inactividad. El cuerpo también empieza a quejarse y los kilos llegan para quedarse. El interés decae. Ya no tengo ganas de escuchar a esa densa que siempre habla de sí misma como gran ejemplo o el que se las sabe todas como si fuera el “Libro Gordo de Petete”. Pero…
Ahí seguimos todos enganchados.

A veces son los nietos quienes nos tiran el salvavidas: “¡Pero cerrá la cámara, abuela! Y andate a hacer otra cosa. Volvés cuando tenés ganas. O no. Nadie se va a dar cuenta. Es como si dieras el presente, y después te rateas, ¿entendés?”.
¡Qué buen consejo para cuando empiezo a cansarme! Porque en general, pasados los cuarenta minutos los comentarios se repiten. Odio a los que no se pueden quedar callados e intervienen para decir que acuerdan con lo que ya se ha dicho y alargan la reunión
innecesariamente sin aportar una idea nueva. Es ahí cuando digo basta y me mando la rateada virtual. Apago la cámara y me voy a hacer otras cosas, pero para que no se note, sigo conectada hasta el final. Como si estuviera ahí, escuchando atentamente. Sé que no
está bien, pero…
Ahí seguimos todos enganchados a la pantalla salvadora.

Susana Reca (71 años)

Capital Federal – Buenos Aires