«Entre ángeles y leones»

La historia de hoy es vivencia y es arte. En cada frase hay poesía, reflexión e introspección de un hombre de 73 años viviendo un año inusual. Francisco Hernández pinta y trabaja en el taller de la Obra del Padre Mario. A través de sus palabras nos va pintando un cuadro de sus días con todos los colores, cálidos, fríos, intensos y suaves. Te proponemos dejarte llevar por su pluma y disfrutar de su relato.

 

Entre ángeles y leones

La historia de hoy es vivencia y es arte. En cada frase hay poesía, reflexión e introspección de un hombre de 73 años viviendo un año inusual. Francisco Hernández pinta y trabaja en el taller de la Obra del Padre Mario. A través de sus palabras nos va pintando un cuadro de sus días con todos los colores, cálidos, fríos, intensos y suaves. Te proponemos dejarte llevar por su pluma y disfrutar de su relato. 

 

Era una tarde de marzo cuando el sol desfallecía por el oeste. Advertí desde mi balcón que el barrio lucía quieto y mudo como un cuadro de Chirico, la poca gente que se veía por las calles parecían bichos canastos metidos para sí.  

 Parece que el virus llegó a Buenos Aires,  vociferó un vecino a quien no reconocí por una escafandra que llevaba puesta, y pensé que la cosa se ponía fulera, que todo esto no era un cuento chino.

 El encierro me cantó el primer jaque mate junto a mi esposa y a mi madre centenaria quien se había eximido al nacer, de la gripe española. Ahora me tocaba a mí vivir con Ángeles y Carmen, una inédita ruleta existencial, que debía librar tanto en la calle como en el interior de nuestra casa, y sin dudar un instante me encomendé a uno de esos ángeles que mi madre lleva por nombre. 

Como artista soy especialista en cuarentenear. Jamás pude pintar arriba de un colectivo, ya de joven me gustaba pasar días enteros solo, en aquella casa de campo en Cañuelas donde naturaleza, arte y largas caminatas me inducían hacía  la exploración de ese fruto maduro que suele ser el silencio interior. Pero este era otro tipo de silencio, un silencio que se te trepa por las sienes, y que acecha entre miradas y mordazas indolentes, y que no te viste el alma de terciopelo azul, sino que te arrebata la salud y hasta el pan nuestro de cada día. 

Pero una vez más me salvó mi paleta de pintor, la que sabe trocar mis heridas  en perlas. Sobre su lomo siempre dejo cabalgar los tres colores primarios un azul intenso, amarillo, un rojo carmín, y el blanco que me sirve para iluminar. A pesar de todo esto me despierto con una angustia difícil de nombrar, que no la busco ni la rechazo, tan solo dejo que actúe como un crisol espiritual. Por las noches siento el jadeo de Ángeles o las cuitas de Carmen, y eso ocurre a esa hora del lobo cuando la noche es más aciaga, y los monstruos crecen sin cesar.Es el instante en donde se funde esa triada de amor, vida y muerte que te muestra la esencia de la vida con una bofetada, que es este sueño entre dos nadas. 

Con el primer mate de la mañana advertí cuánto poder tiene aquello que es invisible a los ojos del ser; como lo es un virus, el oxígeno y hasta el mismo Dios. Pensé en el humilde grano de trigo que se pudre en la tierra para luego convertirse en pan. Compartir el pan. Compañero. 

El mismo pan que hoy no puedo celebrar en familia o en el Taller de la Obra del Padre Mario donde las alas de mi paleta no pueden llegar, todo esto me produce una honda tristeza que no la salva un whatsapp. 

Mi nieto Benicio me enseñó el arte del abrazo, y fue este virus maldito quién me lo quitó. Beni mi hermoso “gauchito” venía corriendo desde lejos, y yo me hincaba para estar a la altura de su pura infancia, y como bien dice mi hijo Juan “viejo nunca diez calles estuvieron tan lejos”. Cuando no puedo abrazar a Beni o a mi familia siento que me sobran los brazos y a veces hasta el alma.

Un sociólogo sesudo decía por TV, que luego de todo esto la humanidad va a cambiar. Dios quiera que así ocurra. Pero la historia que me cuentan esos libracos con olor a naftalina que tengo en el Taller me dicen todo lo contrario. Sin embargo, aún conservo esa esperanza casi patológica de aquel niño que jugaba en el oratorio de los Salesianos, y que los domingos con lluvia se mataba de risa con las películas de Chaplin o las del Gordo y el Flaco.

De todos modos, en mi activo tengo el amor que se aprende a través de los hijos y los nietos, dar todo sin esperar nada a cambio;  amar al otro por el sólo hecho de estar sobre la faz de la tierra. 

Dicen que los nombres revelan magias, mi centenaria madre se llama Ángeles y mi pequeño nieto, León. Son los dos extremos de la vida, y en los tiempos que corren necesito más que nunca convertirme en un León con alas para poder superar todo esto que nos ocurre. Un león alado con la pimienta y la gracia de mi bella nieta Olivia. 

 

Francisco Hernández (73 años)

Ramos Mejía, Buenos Aires

 

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